Comentario
A la hora de abordar el tema de la organización de las distintas dependencias conventuales, nos encontramos con serios problemas. Problemas que derivan, por un lado, de la notable ausencia de restos materiales conservados, por otro, por las múltiples ampliaciones, transformaciones y reutilizaciones que han sufrido estas estancias en el transcurso de los tiempos y, en última instancia, por la falta de normativa referente a la organización de los esquemas conventuales. En efecto, sobre este último punto es importante advertir, como hemos tenido ocasión de comentar con anterioridad, que ni santo Domingo ni san Francisco se plantearon nunca cómo debería ser la distribución del espacio interior. La consecuencia inmediata de este vacío legislativo, la ausencia en definitiva de un plano ideal mendicante, fue la aceptación de lo hasta entonces vigente y experimentado como válido, es decir, el prototipo monástico inaugurado por la abadía benedictina de San Gall, heredado con mínimas variantes por los monjes cistercienses.
Ahora bien, aunque el esquema en términos generales seguía siendo útil, sin embargo resultaba embarazoso aplicarlo con tanta rigidez como lo habían hecho sus antecesores, los monjes bernardos. Esto se entiende perfectamente si se constata que la vida del fraile no estaba organizada o normalizada hasta sus últimos detalles por pautas de comportamiento tan severas como las del monje. En efecto, para benitos y cistercienses, el monasterio es el taller u oficina del cual se sirve para alcanzar la santidad, su meta deseada. El fraile, por el contrario, proyecta su vida religiosa fuera de los muros del convento, acudiendo a él sólo para cobijarse y para predicar, y ello no siempre, ya que muchas veces este acto tenía lugar en las plazas públicas o espacios abiertos. Ni tan siquiera para la realización del oficio coral los frailes necesitaban acudir a la iglesia, ya que ésta consistía simplemente en el rezo de unas oraciones a determinadas horas del día. El orden dentro del convento, en contraposición a la orden cisterciense, tiene para los mendicantes menos importancia que la trascendental misión espiritual a que están abocados en el mundo.
Sea como fuere, todo ello trajo como consecuencia que los mendicantes gozaran de una mayor libertad a la hora de distribuir sus oficinas privadas y, sobre todo, la posibilidad de introducir ciertas variantes que, en la mayoría de los casos, no son sino producto de las necesidades de adaptación a las características físicas de un lugar determinado y al espacio disponible -no siempre demasiado amplio.
El claustro, siguiendo la tradición monástica inaugurada por el plano de San Gall, sigue siendo el elemento neurálgico del edificio conventual. Se distribuye indistintamente al norte o sur de la iglesia y en su entorno se abren las distintas dependencias. La sala capitular, tradicionalmente instalada en la panda contigua a la iglesia, varía en ocasiones su habitual emplazamiento, pasando a ubicarse en otra panda del claustro, generalmente la septentrional. El dormitorio mantiene el mismo carácter que en los monasterios benitos y bernardos, si bien la autorización en 1419 por parte de Martín V a los benitos para utilizar celdas, se extendió también a los mendicantes, propiciando así un individualismo que se observa más acusado en los dominicos, más inclinados al estudio y a la vida intelectual que los frailes menores.
Un aspecto que resulta de gran interés a la hora de abordar el caso de la topografía mendicante es el tema de la proliferación de claustros secundarios. En efecto, se ha llegado a decir, sin demasiado fundamento, que con la llegada de los mendicantes desaparece el claustro único como elemento totalizador en función de la aparición de sucesivos claustros. En efecto, si observamos el actual plano de un convento franciscano o dominico, comprobaremos que en la mayoría de los casos éstos presentan junto al claustro mayor dos, tres y hasta cuatro claustros secundarios. Ahora bien, es importante no confundir el plano primitivo del convento con el definitivo, después de las muchas transformaciones sufridas en época moderna. En efecto, la progresiva estabilización a que llega la Orden en la Baja Edad Media y el aumento del número de vocaciones, llevó a transformar los conventos en grandes estructuras autosuficientes con zonas destinadas a fines secundarios, en este caso, los estudios y los almacenes. Esto condujo a la ampliación del número de claustros, e incluso a establecer en ellos un doble piso, configurándose así las plantas de los grandes conjuntos conventuales que contemplamos en la actualidad. El fenómeno, por otro lado, es el mismo que se observa en los monasterios de otras órdenes monásticas, que en época moderna también se vieron sometidos a necesidades de ampliación.
No conviene acabar este espacio destinado a la topografía claustral sin hablar del proceso de socialización de las distintas dependencias. En efecto, ya hemos tenido ocasión de comentar con anterioridad, cómo las iglesias franciscanas y dominicas se convirtieron poco a poco en espacios públicos o semipúblicos. No sólo ellas, sino también el resto de las estancias adquirieron esta condición. En este sentido es frecuente encontrar las salas capitulares convertidas en capillas privadas, las cuales proliferaron también por todo el recinto conventual. De igual modo, el refectorio no sólo era un espacio reservado para la predicación o el estudio, sino un lugar destinado a la convocatoria de todo tipo de reuniones sociales.